La peculiar recepción de Pedro Calderón de la Barca en la obra de Walter Benjamin; o Walter Benjamin como crítico de la hispanidad
Por Joseba Buj
Aproximaciones benjaminianas
En 1925, Walter Benjamín presentó su tesis de habilitación ante un sínodo académico constituido en la Universidad de Fráncfort. Dicha tesis llevaba por título El origen del drama barroco alnnán. Drama barroco alemán que, en lengua original, recibe un apelativo compuesto por los voquibles Trauer, que connota tristeza o luto o duelo, y Spiel, que connota espectáculo, pero también representación teatral, pero también tañido musical (Benjamín, 2010: 286).
Para evitarle una humillación, las autoridades académicas instaron al autor judeoalemán a que retirase su trabajo. Dos razones podrían rastrearse en este disimulado rechazo. La primera, un antisemitismo latente en los círculos intelectuales germanos que empezaba a apuntar maneras, y que encarnaría de una forma mucho más fatídica, ya desprovisto de cualquier inhibición, en el propio Benjamín quince años después: cuando acosado por el nazismo hubo de quitarse la vida en el pueblo fronterizo de Portbou. La segunda, la incompetencia de los especialistas ante una obra que no sabían si motejar de teología, de epistemología, de filosofía de la historia, de estética o de filología. En cualquier caso, hoy día, distantes de la desgracia personal, tenemos que celebrar la huella indeleble que dejó semejante decepción en Benjamín: supuso su retraimiento intelectual, el desdén hacia los falsos rigores y metodologías, la obstinación en una escritura de género «inclasificable», como ha subrayado Michael Lowy (2003: 13), que ahora más que nunca nos asombra por su carácter hermético, abigarrado y revulsivo.
Una escritura en la que todas las formas especializadas del conocimiento anteriormente citadas se desdibujan para conducirnos a una inquisición profunda que va más allá de cada una de ellas y, por consiguiente, más allá de la insulsa búsqueda de la renovación aislada de cada una de ellas. Una inquisición profunda que, heredera de la motivación «subversiva» que había empujado el pensamiento de Georg Lukács (201O: 17), entreverando de un modo irrepetible mesianismo judío y utopía marxista, interrogapor la transformación del mundo, por la realización de la justicia en el tiempo de los hombres.
Habida cuenta de los argumentos anteriores, este aráculo pretende encontrar en la operación teórico-crítica cifrada en aquel remoto trabajo de tesis, que viera la luz en forma de libro en 1928, uno de los más potentes paradigmas del singularísimo ejercicio de escritura que a lo largo de su existencia llevara a cabo Walrer Benjamín. Y para encontrar la potencia del paradigma mencionado será de capital importancia poner en claro la tensión que, en el seno de aquella investigación, se planteaba entre Trauerspiel y la obra dramatúrgica de Pedro Calderón de la Barca.
La hipótesis que conduce la indagación benjaminiana es que el drama barroco alemán es un síntoma estético de su tiempo y espacio (los del septentrión europeo) y, en este sentido, una verdad que revela el proceso histórico de la modernidad. El drama calderoniano, veremos, es, a su vez, a decir de Benjamin, síntoma estético de su tiempo y espacio (los del mediodía latino) y, en consecuencia, epítome de una verdad otra, acaso no tan afecta al proceso histórico de la modernidad en sí, o cuando menos, afecta al proceso histórico de una modernidad alternativa que, trenzada en elucubraciones cósmicas y salvíficas, no atiende al imperativo decididamente histórico-inmanente que demanda la modernidad misma. Lo que vuelve aún mucho más enrevesada la densidad de estos enunciados es que de ellos no se subsume que la producción calderoniana sea inferior estéticamente hablando a la de los autores alemanes: al contrario, en términos estéticos, es superior. De lo señalado se infiere, entonces, una crítica de gran calado a la categoría de lo estético, en tanto en cuanto no atiende a los compromisos históricos e inmanentes que la modernidad demanda. Pero desglosemos estas reflexiones con detenimiento.
¿Cómo se puede afirmar, cuasi aporéticamente, que el drama calderoniano es superior, en lo que a la ponderación estética concierne, al drama barroco alemán y, a un tiempo, que el Trauerspiel es, frente al drama calderoniano, un síntoma estético ajustado en mayor medida a los requerimientos de la historicidad en la que a ambos les toca desenvolverse? Para esclarecer este cuestionamiento será necesario desanudar las redes de significación que se condensan en la complejidad teórica de la propuesta benjaminiana.
Epistemología y cosmovisión…, estética e historia…: tensiones dialécticas
La epistemología de Benjamín, su noción de verdad cognoscible, legataria de la dialéctica marxiana y de la teología judía, tiene algo de verdad esotérica, revelada, anacrónica, ahistórica; algo, a la vez, de emergencia dialéctica íntimamente ligada a las tensiones que se desatan en la historia material… , así informa su Tesis VII sobre Ia historia: «Cuando el pensar se para de golpe en medio de una constelación saturada de tensiones, provoca en ella un schock que la hace cristalizar como mónada. El materialista histórico aborda un objeto histórico única y solamente allí donde este se le presenta como mónada» (2008: 54). Está remitiéndonos, por consiguiente, a una imagen unitaria que se suspende sobre el proceso histórico o, mejor dicho, a una imagen unitaria que, como en un instante de peligro, se desprende del vértigo procesual para aparecérsenos como una totalidad de sentido que, reñida de inn1utabilidad, lee la constelación dialéctica quese concentra en ese decurso histórico. Y si un terreno del saber es propicio para inreligir los entresijos de la imagen, de la mímesis imaginaria, esce es el de la escécica. La epistemología de Benjamin es, de continuo, deu dora del saber estético, en tanto en cuanro este contiene, desuyo, una epistemología de la imagen. Pero el saber estético, a diferencia de los meramente históricos, filosóficos o políticos, esrá obligado a discutir, de forma más que evidente, con preceptivas que le son propias de manera exclusiva. En la negociación con escas preceptivas se urde, entonces, la complejidad de la aporética ponderación histórico-esté tica del drama calderoniano en relación al Trauerspiel alemán.
Si como apunta Alfonso Mendiola: «La antigüedad clásica llega al mundo contemporáneo por la mediación de las ciencias humanas que son herederas del mundo renacentista. Por esto la cultura grecolatina para el mundo actual da la impresión de cercanía. Mientras que el medioevo ha adquirido el carácter de lo distante, de lo otro: el mundo de lo extraño… » (1995: 31), es decir, que la modernidad produce su cosmovisión (su imagen de la totalidad) en tensión con un horizonte antiguo, el drama de la modernidad barroca va a constituirse como una imagen de la historia material que le corresponde sometida al imperativo de una imagen precedente, o lo que es lo mismo: producirá su mímesis artístico-estética en tensión con el estatuto normativo de la tragedia clásica. Esto comporta una serie de operaciones y escamoteos que conviene comprender. Y, quizá, para entenderla es necesario traer a colación el vínculo de ambas cosmovisiones (antigua y moderna) con la cosmovisión medieval.
La antigüedad despliega su cosmovisión como un conflicto continuo y reiterativo entre physis y polis: esto es, el acto de aseveración de la ley ética y política (ethos) del hombre siempre se instaura en el límite conflictivo con la ley cósmica. La imagen de totalidad de la antigüedad genera sentido apelando al conflicto con la normativa que proviene de un afuera cósmico, o sea, su significado está afuera de sí misma: la manifestación de dicha problemática extrema resulta, en este sentido, esencialmente igual y, por consiguiente, reiterable. Esto empuja una noción del tiempo metafísica, trascendente, que obedece a una idea de circularidad. Esta imagen de la totalidad posee su contraparte estética, y por ende patética (pathos), esto es, el registro imaginario de la sensibilidad de esa cosmovisión, en la confección de una mímesis artística concebida como una unidad (unidad de espacio, tiempo y acción) en la que se tensa y concentra hiperbólicamente esta polaridad inconciliable, en la que el héroe, siempre aristocrático (en la alta estética se trata de imitar a hombres superiores, como enfatizó Aristóteles en su Poética), encarna en sí la instancia liminar en la que se devela dicho conflicto, ora resolviendo afirmativamente (como en el caso de la épica de Aquiles: cuando Aquiles se encoleriza, tañe la lira, los dioses se estremecen, su ira doblega el universo), ora deficitariamente (tal es el caso del orden de lo trágico en Edipo: la cercanía a la falta cósmica del rey de Tebas concluye con la anagnórisis calamitosa, con la expiación del que no quiere contemplar más la verdad revelada de su crimen), pero resolviendo al fin y al cabo, recorriendo el rumbo que lo conduce hasta la cósmica frontera, en virtud justamente de su heroicidad.
Si la modernidad es capaz de superar la circularidad temporal que le impone su querencia a lo antiguo, es precisamente gracias a una influencia que se solaza en ocultar: aquella que proviene del medioevo. La imagen de la totalidad medieval comparte con aquella de la antigüedad su semántica foránea, trascendente. Pero la ubicación de esta trascendencia se da en coordenadas apocalípticas, salvíficas, finales. Es decir, el trato con dicha trascendencia no acaece en virtud de los actos civilizatorios (heroicos, diríamos en terminología estética) que de seguida se aproximan al límite y que, por ende, lo evidencian; sino como algo teleológicamenre alcanzable al final de los tiempos. De ahí se infiere una disposición del tiempo lineal, irresoluta, que tiende hacia un progreso redentor: «el misterio cristiano como la crónica cristiana presentan la totalidad del curso de la historia, la historia universal como historia de la salvación» (Benjamin, 2010: 283). En la secularización de esa noción del tiempo, en su situación en un enclave de autárquica inmanencia, es donde activa la modernidad el legado medieval que siempre quiere escamotear, donde activa la tergiversación de su herencia dilecta: aquella que provenía de lo antiguo.
Pero en la estética las preceptivas son nítidas in extremis. No es tan fácil operar una tergiversación. Las reglas son claras, están a la vista. Si el drama moderno halla en la tragedia clásica su patrón imaginario debe crear una unidad imaginaria iterable, liminar, resuelta en sí misma, ¿pero cómo propender a algo resuelto en sí mismo si la imagen de la totalidad moderna negocia con un concepto de historia que nos habla de algo por venir, de algo que no está en el ahora, de algo que se va a resolver de conformidad con una promesa; promesa que mira, de continuo, hacia un futuro inmanente?
El éxito de la obra de Benjamín sobre el drama barroco alemán está en cifrar la problemática planteada entre estética y concepto moderno de historia en la dialéctica contenida entre el Trauerspiel y el drama calderoniano. En razón de lo anterior, podemos adelantar (ya habíamos adelantado, en realidad), el drama calderoniano será una expresión estética superior, y el Trauerspiel, una expresión estética defectiva. El Trauerspiel estará, empero, aunque sea solo a un nivel sintomático en su formulación estética, más a la altura de las demandas históricas de su tiempo. Luego…, se puede subsumir, habita en la estética un ímpetu regresivo que será objeto de críticas, sobre todo en obras posteriores a la fallida tesis de habilitación, por parte del autor judeoalemán; tampoco el concepto de historia oriundo de la modernidad, esto es, entendido como progresividad inmanente, saldrá in demne ante el incisivo Benjamín de dichas obras posteriores. Así, en desarrollos teóricos ulteriores como La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica alegará: «La humanidad que antaño, con Homero, fue objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, ahora lo es para sí misma. Su alienación autoinducida alcanza así aquel grado en que vive su propia destrucción cual goce estético de primera clase. Así sucede con la estetización de la política que propugna el fascismo. Y el comunismo le responde por medio de la politización del arte» (2012: 47). Es decir, en un estadio mucho más avanzado de la modernidad que el del barroco, estadio donde la modernidad habrá desplegado toda su potencialidad técnica, la estética, en contubernio con el fascismo (de acuerdo a una lógica instrumental autodestructiva, ya que a fin de cuentas lo estético es un producto humano), será quien clausure la posibilidad de la emancipación en el hombre enajenado. Así, en desarrollos teóricos ulteriores como la Tesis XVI sobre la historia alegará: «El materialista histórico no puede renunciar al concepto de un presente que no es tránsito, en el cual el tiempo se equilibra y entra en un estado de detención» (2008: 53). Esto es, la historicidad moderna no debe precipitarse en el señuelo de su legado salvífico transfigurando la posibilidad emancipatoria de su presente en la promesa de un futuro que, a fuer de inalcanzable, nunca será redentor: la historicidad moderna debe ser ruptura, detención, de esa conceptualización apocalíptica y postergadora de la temporalidad, de ese tiempo vacío…, debe ser irrupción revolucionaria (democrática, no aristocrática) e inmanente en el débil mesianismo del ahora.
Estetización de la historia e historización de la estética: crítica a la hispanidad
Pero tornemos a nuestra época barroca y a la crítica benjaminiana que sobre ella versa para comprobar cómo las problemáticas anteriores comienzan a abocetarse. Bosquejo que sobreviene de la mano de una de esas alegorías transdisciplinares en las que el genio del judeoalemán brilla con luz propia: la bóveda.
La bóveda sería para la cosmovisión medieval, por estar inmersa esta en una incesante búsqueda de absoluto que explosiona desde la oscuridad románica hacia la estatura luminosa del pináculo gótico, un gesto demoníaco: porque implica una producción de sentido desde el hombre mismo, un antropocentrismo. Con la bóveda el cielo, manifiestamente cristiano aún en la modernidad primera del Renacimiento, mira hacia el hombre, se trueca en el cielo de los hombres. Pero cuanto en el Renacimiento se traduce en «lapso de laica libertad en la vida de la fe […] con la Contrarreforma el carácter jerárquico propio de la Edad Media comenzará a imponerse sobre un mundo al que se negaba el acceso inmediato al más allá» (Benjamín, 2010: 284); de este modo arribamos a la asfixia del Barroco que «se sume por entero en el desconsuelo de la condición terrena» (Benjamin, 201O: 284). Los hombre del Barroco son, de esta guisa, atosigados por una nube de trascendencia que aplasta, que ac ogota, confinada al reducido espacio de la bóveda telúrica. El comando de lo absoluto rige una vida ayuna de absoluto. La realidad tangible queda envuelta en una pátina metafísica defectuosa que esencializa en su incompletitud a los seres: que convierte su materialidad cárnica, tangible, históricamente moderna en fantasmagoría, en onirismo, en irrealidad privada de sentido.
La operación mimético-estética que da cuenta de esta coyuntura imaginaria, y que por lo tanto intenta dar una solución mimético-estética a esta coyuntura, se desdobla en la bifurcación ya anotada: Trauerspiel o drama calderoniano. Acaso nuevas alegorías transdisciplinarias puedan ayudar a esclarecer, de una vez por todas, la hondura de este conflicto: hablemos, en consecuencia, de la voluta (figura utilizada por Benjamin) y del punto de fuga (que traemos a colación nosotros).
La voluta, propia del drama calderoniano, «Se repite a sí misma hasta el infinito, minimizando hasta lo incalculable el círculo que ella misma delimita» (Benjamin, 201O: 288), o lo que es lo mismo, reside en los artefactos estéticos de Calderón, en los que se abigarran preceptiva trágica, jerarquización salvífica y claustrofobia moderno-mundana, una resolución acabada artísticamente hablando que minimiza lo real, que inscribe lo infinito en lo finito, que convierte la vida moderna que describe en ese reflejo de sueños en el sueño de otro espejo. La vida moderna del drama calderoniano es lúdico sueño del absoluto que, en sí, su historicidad moderna ya no puede poseer, lo impregna, entonces, la ironía fría del que construye la posibilidad de un imposible. El artefacto artístico contrarreformista de Calderón de la Barca, Ad maiorem Dei gloriam, desvela una concepción de la vida moderna que no vive la modernidad, una estetización de la historia (comprendida esta en coordenadas modernas).
El punto de fuga, propio del moralismo luterano del drama barroco alemán, proyecta un punto impropio y foráneo para el infinito encorsetado del claustro barroco. Más allá del coselete trágico y salvífico, este punto impropio nos habla de una falla estructural sintomática en el drama, de un absoluto que no produce sentido, que no resuelve y que crea las condiciones de posibilidad para una trama en la que prime el sinsentido terrenal de las intrigas palaciegas, de los sanguinarios príncipes ya escindidos de su jerarquía teológica, de la miseria humana. Los preceptos trágicos y la estratificación teológica no ofrecen otra solución sino un afuera de ellos que habrá de librar su batalla exclusivamente en el campo de una política por completo secularizada. En este sentido, el Trauerspiel historiza (en una dirección netamente moderna) la estética, y, en cierta manera, construye la posibilidad de una crítica a las rémoras normativas de la categoría estética en sí. Luego…, en cierta manera, clama también por la destrucción de dicha categoría y por el surgimiento de un arte que, como un ángel nuevo, cante al joven dios del teatro exclusivo de los hombres. Así, podemos afirmar, siguiendo a Ricardo Piglia, que en el drama barroco alemán «la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido y encarnizarse con su propia disolución y cortejar su fin» (2014: 128).
Como conclusión (aun cuando la feracidad teórica y conceptual de Walter Benjamin informa siempre de polisemias irreductibles), a la luz de estas «estetización de la historia» e «hiscorización de la estética», podemos colegir una aguda argumentación crítica contra el dispositivo «modernizador» contrarreformista, esto es, aquel afecto a la modernidad estetizada, regresiva, de la, no sabemos si bien llamada, Hispanidad, que no supo fincar un compromiso con una concepción de la historia que la rebasaba en todo momento y por doquier. A este respecto, muchos lustros después, otro perseguido del fascismo (en esta ocasión de ese fascismo que fuera legítimo heredero de las estetizaciones de la Hispanidad), Ángel Palerm, escribiría en La guerra civil española de Mister Thomas unas palabras que hoy, bajo el paradigma teórico del autor malogrado en Portbou, irradian una intensa significación: «Si por algo se caracteriza la historia española («vividuras» y judiadas aparte), es por esas difencias de ritmo y de circunstancias con el resto de Europa. En ciertos aspectos, España se anticipa y prefigura instituciones, rasgos y complejos culturales que aparecen más tarde en «Europa». Otras veces, España ofrece aparentes o reales anacronismos a los ojos «europeos». Edificó el primer imperio colonial moderno, y fue la primera en perderlo. Creó el primer Estado moderno, y todavía en el siglo XX lucha por mantener su unidad. Desarrolló las primeras manufacturas europeas, y está en los últimos lugares del Occidente industrializado. Inició, con pocos años de diferencia, una reforma y una contrarreforma. Secularizó el poder civil, e hizo de la religión el vínculo más poderoso de su unidad» (cit. En Suárez, 1995: 253)
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