La escritura de los cuerpos materiales y evanescentes en novelas de escritoras mexicanas del siglo XX
por Gloria Prado-Garduño y Luis E. Escamilla-Frías
IntroduccIón
El cuerpo es un tópico que se perfila, desde las portadas de novelas y otras modalidades de creación literaria ficcional hasta las tramas mismas, como hilo conductor o protagonista en la obra de escritoras mexicanas nacidas en las últimas décadas del siglo XX. El presente artículo realiza una aproximación teórico-literaria a cinco novelas en las que el cuerpo juega un papel preponderante, sin dejar de lado la construcción estructural y discursiva de los textos.
La selección del corpus analizado se hizo en función de la importancia que se le concede al tema del cuerpo como protagonista y a los cuerpos de los personajes a lo largo de la trama. Las novelas elegidas, El cuerpo en que nací (2011), de Guadalupe Nettel (1973); El cuerpo expuesto (2013), de Rosa Beltrán (1960); El animal sobre la piedra (2008), de Daniela Tarazona (1975); Rímel (2013), de Karla Zárate (1978); y Temporada de huracanes (2017), de Fernanda Melchor (1982), tienen en común la preocupación por la concepción de cuerpos no heteronormados, razón por la cual son considerados por la sociedad como por los entornos en los que actúan como no convencionales.
Llamaron especialmente nuestra atención tales obras por los enfoques y la configuración de los cuerpos ficcionales. Éstos presentan rasgos peculiares, como la ambigüedad, las deformaciones, las carencias y padecimientos físicos que sufren los personajes o los cuerpos mismos como protagonistas, así como los afectos y conductas que propician. No pretendemos decir que tales características y cualidades sean exclusivas de los textos elegidos, simplemente decidimos que podíamos trabajarlos a profundidad.
El corpus abarca novelas publicadas de 2008 a 2017, esto es, a lo largo de una década del siglo actual, lo que nos permitió realizar comparaciones pertinentes entre ellas con respecto al abordaje del tópico del cuerpo y su configuración. Desde nuestra recepción, tales obras crean un horizonte compuesto por diferentes perspectivas que permiten hacer una suerte de mapeo del cuerpo ficcional en el que no hay distinción entre el femenino y el masculino en su recreación y agencia social y política.
Marco teórIco
No podemos obviar el hecho de que los estudios actuales sobre el cuerpo ejercen una impronta en la escritura de estas autoras. Debido a ello, hemos acudido a un marco teórico constituido por propuestas sobre dicho tema así como a la teoría literaria. A lo largo del presente texto, se incorporan citas y razonamientos tomados de tal marco teórico, con las que se soporta y refuerza la argumentación y discusión crítica que se plantean. Metodológicamente, se procede analizando las novelas elegidas desde una perspectiva literaria, en relación con el cuerpo y el entorno social en el que se inscriben.
Pero, ¿de qué cuerpo se trata?, ¿del que imaginamos, el que se ve reflejado en el espejo, el material —piel, carne, músculos, huesos, vísceras, conductos sanguíneos, aparato digestivo, reproductor—?, ¿el fisiológico, el cuerpo portada, aquel que se usa para ser exhibido, admirado o rechazado desde fuera o dentro?, ¿el cuerpo sano, vigorizado, enfermo, discapacitado, defectuoso, bello, torturado, violado, descuartizado, desollado?, ¿el cuerpo del asesinado?, ¿el que está ante la vista, desnudo, semidesnudo, objeto del deseo, recreado por quien ansía poseerlo?, ¿cuerpos como los concebimos, contemplamos o nos negamos a hacerlo?.
Con respecto a tales interrogantes, hemos de referirnos, entre otros aspectos, a aquello que consideramos ‘la materialidad’ corporal, es decir, la materialidad a la vista o en el imaginario de esa carne envuelta por la piel. Jean-Luc Nancy afirma lo siguiente:
No, no hay prefacio a la piel. No hay sino acceso a su superficie. No se trata más que de la vista y aún no de la mano. La mirada misma es ya una forma, una instancia, un aspecto de la piel (2016: 15).
Judith Butler, por su parte, sostiene que se trata de: “un proceso de materialización que se estabiliza a través del tiempo para producir el efecto de frontera, de permanencia y de superficie que llamamos materia” (2002: 28). Y Jean-Luc Nancy, al enfocarse ya no sólo en la piel sino más allá de ésta, declara:
El cuerpo es material. Es denso. Es impenetrable. Si se lo penetra se disloca, se lo agujerea, se lo desgarra. El cuerpo no está vacío. Está lleno de otros cuerpos, pedazos, órganos, piezas, tejidos, rótulas, anillos, tubos, palancas, fuelles. También está lleno de sí mismo (2017: 13).
Las citas anteriores, lejos de aclararnos del todo lo que debemos entender por ‘cuerpo material’, complejizan aún más las dudas respecto a la comprensión que, en términos generales, tenemos acerca de lo que denominamos ‘cuerpo’. Si seguimos la línea de pensamiento de ambos filósofos cuando buscan dar cuenta de la materialidad corpórea, nos percatamos de que realmente resulta difícil poder definirla de manera concreta, ya que de lo que están hablando es de organismos complejos, como lo deja en claro Nancy, que no sólo se determinan física y biológicamente, sino de un ‘proceso de materialización’ que se va dando a lo largo del tiempo, según Butler.
Si atendemos a tales propuestas podemos ahora preguntarnos, para volver al inicio, qué cuerpos materiales se configuran específicamente en las cinco novelas de escritoras mexicanas nacidas en las últimas décadas del siglo XX que aquí estudiamos. Se puede afirmar que en estas ficciones se proponen cuerpos materiales, evanescentes, trasmutados, metamorfoseados, decadentes, en un proceso de involución o defectuosos congénitamente de acuerdo con los cánones sociales de perfección en los contextos en los que se lleva a cabo la diégesis.
Novelas, novelistas y cuerpo
Cuerpo congénito signado
En la novela meta y autoficcional1 de Guadalupe Nettel, El cuerpo en que nací (2011), desde el título se anuncia que el cuerpo jugará un papel central. La protagonista escribe un libro en el que da cuenta de que siempre ha sido diferente de otros: “Nací con un lunar blanco, o lo que otros llaman una mancha de nacimiento, sobre la córnea de mi ojo derecho” (Nettel, 2011: 11). Tal defecto la signará toda la vida, a lo que hay que añadir el hecho de que es alta y desgarbada y que en un momento de su historia vive en Francia como mexicana. Todo ello irá configurando su cuerpo material, distinto y rechazable con respecto, en un principio, de los demás niños, de los adolescentes después, y más tarde, de los adultos cercanos. Sin embargo, tras una serie de vicisitudes, de la exploración externa y de algunas partes internas de ese cuerpo físico, material, preciso, no deseable, no obstante, tan presente e ineludible, reflexiona:
Es extraño, pero desde que empecé con esto [la escritura del libro], tengo la impresión de estar desapareciendo. No sólo me he dado cuenta de cuán incorpóreos y volátiles son todos estos sucesos cuya existencia, en la mayoría de los casos, no puede probarse en forma alguna, se trata también de algo físico. En ciertos momentos del todo impredecibles, las partes de mi cuerpo me producen una sensación de inquietante extrañeza, como si pertenecieran a una persona que ni siquiera conozco (Nettel, 2011: 189).
Y en esos momentos, el cuerpo material, visible, perceptible por todos los sentidos, firme, duro, con peso, se torna evanescente. A este respecto, conviene recordar la propuesta de Jean-Luc Nancy, quien sostiene:
El cuerpo es extraño [étranger] al espíritu sólo si esta extrañidad [étrangèreté] —y esta extrañeza [étrangeté]— se inscriben en el corazón de la intimidad egoica y le permite así relacionarse consigo mismo [à soi] al tiempo que se relaciona con el mundo (en verdad, estas dos relaciones son indisociables) (2017: 11).
Tal como experimenta la protagonista de la novela, se trata de la sensación de estar desapareciendo. Finalmente, la joven decide “habitar el cuerpo en el que había nacido, con todas sus particularidades. A fin de cuentas, era lo único que me pertenecía y me vinculaba de forma tangible con el mundo, a la vez que me permitía distinguirme de él” (Nettel, 2011: 195). Con ello, logra desafiar a las sociedades en las que ha vivido (mexicana y francesa), para afianzarse en ese cuerpo extraño, que es el suyo, sin temor alguno a ser rechazada o marginada al no responder a los cánones de perfección que se le exigen desde una mirada afincada en las normas regulatorias de una cultura patriarcal.
La asunción de ese cuerpo se entreteje con la propuesta de materialidad antes citada de Butler. Al mismo tiempo, la exploración de la intimidad de la protagonista va más allá de la pura exterioridad que está a la vista. Cuando penetra zonas que explora, palpa y llega a conocer sólo por el tacto, el olor y el placer que le despierta hacerlo, alcanza otra materialidad. Por tanto, se trata a la vez de la materialización externa y de la vivencia de la ‘extrañidad’ y ‘extrañeza’ interna (Nancy, 2017: 11).
Una vez asumida la situación social, política y de agencia de la protagonista, ésta decide iniciar la escritura de un libro en el que dará cuenta de su proceso de transformación, de todas las vicisitudes que tuvo que pasar para alcanzar la situación actual a partir de su nacimiento con el lunar blanco en el ojo, y de los cambios tanto internos como externos que le fueron ocurriendo. La escritura constituye una forma de liberarse de la presión social y psicológica que se ejerce sobre ella. El recurso del que se vale es metaficcional, esto es, ficción dentro de la ficción, corpus literario con una evidente relación autorreferencial que le imprime un sello autoficcional referido al propio cuerpo de la escritora, lectura de la escritura dentro de la escritura que tanto la autora ficcional como el receptor tienen que realizar en una constante puesta en abismo.2
De evolución e involución corporal
Rosa Beltrán, en El cuerpo expuesto (2013), presenta una propuesta original, plena de ironía, como ocurre con toda su literatura. Se trata de una novela compleja, configurada metaficcionalmente, con una amplia intertextualidad, donde aparece la lectura dentro de la lectura del receptor, puestas en abismo e intermedialidad (radio, internet, hipertextos, los cuales constituyen escrituras diversas cuyos referentes son cuerpos expuestos, fragmentados y distintos que se convierten en los verdaderos protagonistas en esta trama).
El personaje principal, un humano en proceso de involución, escribe una autobiografía en la que da cuenta de los acontecimientos que lo llevaron a la situación en que se encuentra. Tales eventos son de muy diversa índole, y van desde la producción de un programa de radio hasta la transcripción de relatos de distintos personajes que deseaban que sus historias se difundieran. Tales anécdotas dan cuenta de problemas de salud, aspectos físicos extraños, discapacidades, en fin, de personas cuyos cuerpos eran diferentes al ideal de perfección concebido por las sociedades a las que pertenecían. Aparece también como personaje de ficción Charles Darwin, de quien el protagonista escribe una biografía en la que lo describe con un cuerpo deteriorado, ojos tristes, enfermizo e hipocondríaco. Nos encontramos, entonces, con la escritura dentro de la escritura, y dentro de otras escrituras, varias y, más tarde, una reescritura en internet, mediante hipertextos, en una continua puesta en abismo.
El protagonista declara: “desde niño tuve la desgracia de provocar desconfianza. Una suspicacia que va de mis gustos particulares [entre otras características, es homosexual] a mi físico” (Beltrán, 2013: 93). Tal recelo se debe a que se trata de un enano “que recordaba [mi] origen en cada porción de mi cuerpo” (Beltrán, 2013: 93), con una inteligencia supranormal: “Mi cuerpo moreno y simiesco, un cuerpo que se negaba a crecer, no me ayudaba a pasar inadvertido” (Beltrán, 2013: 93). Al igual que sucede con la prosopografía de Darwin, la del protagonista, productor de un programa de radio, lo presenta como un ser rechazado familiar y socialmente. Mediante los numerosos estudios y experimentos que le practican, así como su paso por hospitales, gimnasios y clínicas diversas, logra conocer cuerpos de casi todo tipo. Sin embargo, éstos sólo son aprehendidos desde su materialidad. Finalmente, los médicos le recomiendan a su madre que no lo envíe más a la escuela, que el pelo que cubre su cuerpo puede ser depilado, que el hecho de tener la frente tan amplia denota gran inteligencia, que mejor, en suma, permanezca en casa alejado de la gente y que lea mucho, entre otros textos, El origen de las especies, de Charles Darwin. El vínculo entre los dos personajes no puede ser más claro, no sólo por las teorías científicas del investigador británico, sino por el aspecto físico, anímico y patológico de ambos. Lo que se evidencia con las recomendaciones de los doctores es que la sociedad en la que se desenvuelve el protagonista no es inclusiva y margina aquellos cuerpos que considera abyectos, del mismo modo que se hizo con la obra y el propio Darwin en su tiempo. De este modo, en una puesta en abismo, son configurados los cuerpos del protagonista, de Darwin, de los diferentes personajes de las historias radiofónicas, más los fragmentos de cuerpos que el personaje principal colecciona: huesos, uñas, cabello, sangre seca, dientes… Cuerpos todos, pero sólo externos, aunque esa exterioridad tenga graves repercusiones interiores. En este sentido, consecuentemente con la relación exterioridad-interioridad, Jean-Luc Nancy relaciona el cuerpo con el pensamiento:
De ahí que no tenga sentido hablar de cuerpo y de pensamiento separadamente uno del otro, como si pudiesen ser subsistentes cada uno por sí mismo: no son otra cosa que su tocarse uno a otro, el tacto de la fractura de uno por otro, de uno en otro (2003: 31).
En la novela de Rosa Beltrán, todos los cuerpos que intervienen en la trama están regidos por razonamientos diversos que tienen que ver con una interioridad dada a partir de carencias físicas, mutilaciones, malformaciones congénitas, discapacidades, e incluso con fantasías, recuerdos encubridores o sueños, con lo cual se rebasan los pensamientos y se alcanzan registros inconscientes que se inscriben en una instancia más allá de la puramente psicosocial. Por lo tanto, no se trata sólo de la exterioridad de los cuerpos, sino de la interioridad por medio de la introspección y de la experiencia de eventos psíquicos específicos.
Y en esa compleja relación, el protagonista redacta un libro en el que, como en El cuerpo en que nací, da fe de manera abismada de lo que ocurre y le ocurre por medio de la escritura que se hace cuerpo, cuerpo de la escritura, en el que va incorporando las historias orales que se tornan corpus escrito. Éste se relata de nuevo por medio de la radio y se inscribe y reconfigura en el sitio de internet, creando un cuerpo social, político, e incluso económico, que opera además como denunciante del mundo regido por el capital y los medios de comunicación aún vigentes, pero traspasados por la intermedialidad cibernética.
Metamorfosis y transmutación
Dos novelas más, El animal sobre la piedra (2008), de Daniela Tarazona, y Rímel (2013), de Karla Zárate, presentan al cuerpo como protagonista.
El animal sobre la piedra se diferencia de las otras cuatro obras en que aquí no se habla de un defecto o malformación congénitos. La protagonista es una mujer que no ha sido rechazada ni marginada socialmente; no obstante, tampoco se relaciona con otras personas y vive junto con. En el momento en que ésta muere comienza la trama con una suerte de quiebre psicótico que sufre el personaje principal. No quiere vincularse con nadie, aunque antes tampoco lo hacía, y decide huir del lugar en el que se encuentra. En este caso, contrariamente a lo que ocurre en las novelas antes vistas, es ella quien se automargina. Vuela hacia una región que está a la orilla del mar, se aloja en un hostal y después va a la playa, donde aparece un hombre muy extraño, innominado, que tiene como mascota un oso hormiguero. La protagonista establece una relación con el hombre y el oso, mientras se va animalizando — comienza su proceso de metamorfosis—, convirtiéndose paulatinamente en un reptil:
Le conté [al hombre] que tras dormir una siesta en el hostal a donde llegué, me había despertado con piel nueva y que, a la par de mi cama, estaba mi propio contorno vacío.
—Mudé de piel como las serpientes.
—Pero no eres una serpiente.
—¿Entonces?
—Una iguana o un lagarto. Mira tus pupilas.
—¿Y la desaparición de mi sexo?
—No ha desaparecido, sólo cambió. Tienes un orificio ¿o no?
—Sí. Voy a ser un reptil (Tarazona, 2008: 64).
Y así, de la apariencia exterior se pasa a la interioridad: “[R]espiro de otra manera. Mi caja torácica no se hincha como antes y ese movimiento ha cambiado de ritmo. La garganta me palpita, al igual que la lengua, los pálpitos van acompasados con el aire que me entra al cuerpo” (Tarazona, 2008: 65). Sin perder la memoria de su otra forma física, la mujer vive su situación actual comparando ambas desde una primera persona, como ocurre en las anteriores novelas. Después le crecen una suerte de espinas a lo largo de los brazos, empieza a sentir la “certeza de sus vísceras” (Tarazona, 2008: 73) y se percata de que tiene un interior:
Las tripas rozan las paredes de mi abdomen, el corazón se recarga sobre los pulmones de manera suave. […] a la par siento que algo se desarrolla dentro de mí, pero no puedo verlo. Lo que crece es inmaterial o al menos refleja ese principio. Puedo compararlo con el momento dudoso en que la textura de una tela revive el recuerdo de una sensación antigua (Tarazona, 2008: 73).
Entonces, se opera una suerte de escisión entre la conciencia que la protagonista tiene de su cuerpo anterior y del actual, que a la vez se conectan por el razonamiento y las percepciones. Es interesante el hecho de que el cerebro y la manera de pensar no cambian, aun cuando el resto del cuerpo lo haga de modo absoluto, interna y externamente, lo que conduce a un extrañamiento tanto para ella como para el lector. La mujer continúa describiendo, con toda conciencia de sí:
las articulaciones han ganado en piel y mis rodillas han desaparecido bajo la carne. Quiero decir que la piel que las cubre se engrosó hasta el punto en que no se distingue la articulación de los huesos. [ ] mi mutación no es particular, todos los animales que mutan asumen las cualidades que estrenan. Para mí es igual (Tarazona, 2008: 77).
La cita anterior remite al texto Dar piel, de Jean-Luc Nancy, en el que el autor sostiene:
La piel y todas las pieles, aquella de los ojos, de las lenguas, de los pelos, de los dientes, aquellas que se moldean y las que se erizan, las pieles que se presienten y las que se acarician, las pieles muy finas de los labios, de los escrotos, de las orejas o de las ventanas nasales, las pieles robustas de las espaldas y de los glúteos, las pieles que vibran y aquellas que se hunden, las que se levantan y las que sudan, todas ellas comparten una diferencia que no es el orden de los dos géneros, sino de esta diferencia en sí misma que hace la piel de parte en parte (2016: 57-59).
La transformación que sufre la protagonista se va operando a partir del cambio de su piel, con lo que se puede vincular a la propuesta de Jean- Luc Nancy. Como afirma Daniel Giménez Gatto, basándose en tres presupuestos —metáfora, metástasis y metamorfosis—: “A diferencia del cuerpo de la metáfora, el cuerpo de la metamorfosis no cesa de escapar de sí mismo, corporalidad cuya legibilidad se disuelve en el encadenamiento de las formas, en el juego de las apariencias” (2017: 93).
El cuerpo de la mujer “no cesa de escapar de sí mismo” en ese movimiento de ida y vuelta del estado original al actual, a partir de los cambios, formas y apariencias que va experimentando. El final de la novela plantea un enigma a este respecto, ya que el lector no sabe, como tampoco la protagonista, qué ha ocurrido a ciencia cierta, y el hecho permanece como algo inexplicable.
En realidad, a pesar de la metamorfosis que lentamente va sufriendo, no hay nadie que pueda cuestionar a la mujer, ya que el hombre y su mascota aceptan los cambios con total y absoluta naturalidad. Tampoco hay actores políticos, económicos, religiosos o de otra índole; es como si no existiera nadie más y estuviera sola en el mundo. Por tanto, únicamente ella percibe la diferencia de su cuerpo, y aunque va describiendo en primera persona lo que le ocurre no hay una reflexión crítica al respecto, sólo extrañamiento. De ahí que no podamos igualarla con los protagonistas de las otras novelas, pero es interesante proponerla como un contraste en relación con los otros cuerpos, que son motivo de rechazo y discriminación social, ya que aquí no se dan tales situaciones, por el contrario, ella es en todo caso quien las evita. Si pensamos que tal vez, por indicios que se dan en el relato pero que no quedan del todo explicitados, lo que le ocurre es un supuesto brote psicótico, como se decía al principio, de permanecer en la ciudad donde vivía con su madre seguramente habría sido despreciada y excluida, pero esta es solamente una conjetura. Lo que puede leerse literalmente es su huida de la sociedad.
¿Incesto, desdoblamiento o psicosis en cuerpos gemelos?
Rímel, la novela escrita por Karla Zárate, está protagonizada por unos hermanos gemelos, Lissa y Kin, de quienes nunca sabemos si se trata de un ser andrógino, una fantasía, un caso de esquizofrenia o una realidad dentro de la ficción. En todo caso, estos personajes se dedican a trabajar con cuerpos humanos: ella, colocando pestañas postizas, una a una, hechas con pelo de perro, gato u otros animales. Él, mediante la cirugía estética, en la que aplica prótesis de senos o glúteos, resalta pómulos, recrea, en una palabra, los cuerpos de las mujeres que desean adecuarse a un estereotipo principalmente hollywoodense.
David Le Breton sostiene que “toda definición de belleza, aunque sea muy amplia, incluye, aun sin saberlo, una connotación, no es una naturaleza sino un convencionalismo del mundo, se encuentra en una atribución de sentido, es decir, de una condición social y cultural” (2015: 27).3
La novela de Karla Zárate presenta intervenciones sobre el cuerpo, pero tal vez también transmutaciones de los/la/el personaje de un género a otro. El cuerpo de Kin es blanco, sin pecas:
la nariz es recta, delgada y un poco aguileña. Carece de carne en los pómulos. La barbilla igualmente afilada. El pelo abundante y oscuro […] Los ojos, grandes y un tanto rasgados, son los que definen su expresión, complicada de captar (2013: 33).
El de Lissa, cubierto de pecas, es descrito por ella misma en segunda persona:
recorres el dedo índice por el tabique de la nariz. No es respingada ni aguileña, ni grande ni chica [ ] las mejillas, suaves y con la misma redondez que tenías a los quince años. Sin embargo, la piel es delgada y con facilidad sientes los pómulos actuales. Cuello largo […] Los pezones erguidos, rojos y puntiagudos. Sobresalen en el color de tu piel blanca (Zárate, 2013: 23).
Continúa por el abdomen, las piernas, el sexo, y concluye: “Nunca habías practicado una sesión tan concienzuda de las partes de tu cuerpo. Disfrutaste el ejercicio. Aprendiste las dimensiones […] Las curvas y las rectas. Las texturas. Sabes cuánto espacio ocupas en el espacio” (Zárate, 2013: 25). Como puede inferirse de las descripciones anteriores, se trata de dos cuerpos distintos y no sólo uno; no obstante, ambos se inscriben en ideales andróginos de belleza. Los rasgos faciales y del resto del cuerpo externo difieren ostensiblemente. De ahí que el enigma acerca de lo que ocurre entre los protagonistas persista hasta el final de la historia.
Las descripciones corporales de ambos responden a esa definición de belleza que concibe Le Breton como un “convencionalismo del mundo”a partir de una “condición social y cultural”. Pareciera que han sido moldeados por medio de la cirugía plástica para adecuarse a tal norma. Sin embargo, no es así, ya que son configurados ficcionalmente sólo desde el exterior, a pesar de que Kim, cuando interviene las figuras de las mujeres que desean adecuarse al canon de belleza en vigor, parte del exterior al interior.
Nos encontramos aquí con cuerpos transformados, recreados, recorridos por fuera y por dentro, prosopografías descritas y percibidas por las miradas, los olores, los sabores, el tacto y ruidos que emiten. Todo ello, de nuevo, se da mediante puestas en abismo, escritura metaficcional, intertextualidad, música, pintura, lenguas distintas, lenguaje inventado, sueños, fantasías, así como un enorme erotismo y sensualidad en ese juego configurado por el texto que conforma un corpus hecho de escritura.
La creación literaria, de esta manera, refigura un mundo superficial, vacuo, en el que solamente cuenta la ‘belleza’ exterior para ser aceptado, sin importar otro tipo de valores y una ética fundamental; un mundo en el que se encarna un modelo corporal impuesto desde fuera social y políticamente.
Cuerpos abyectos, marginación y pulsión de muerte
En Temporada de huracanes (2017), Fernanda Melchor crea un universo totalmente diferente al de las novelas anteriores, ya no citadino, de clase social media o alta, en el que la situación económica no es la preocupación mayor que atenaza a los protagonistas. En este entorno rural de extrema pobreza, en el que campean las necesidades de toda índole, la suciedad, la prostitución en su expresión más degradada, la violencia intra y extrafamiliar, la autodestrucción por las drogas y el alcohol, las prácticas de una sexualidad indiferenciada y destructiva, el engaño y la falta de autoestima, los cuerpos se mueven signados por la desnutrición, el dolor, la flagelación, la tortura, el peligro y el homicidio. Más que vida, lo que prevalece es la aniquilación:
Quién sabe por qué le daba tanta tirria a Brando ver eso; [ ] tal vez porque en el fondo todo eso de besarse con los gansos [los ingenieros petroleros que buscaban a los jovencitos] le parecía algo asqueroso, un atentado innoble a su hombría, y cómo era posible que el Luismi se atreviera a besar a la loca esa [el/la Bruja] frente a todos, si Brando siempre había pensado que Luismi era un bato bien derecho, bien machín y bien chido; un bato que a pesar de ser apenas uno o dos años mayor que Brando ya hacía lo que le daba su rechingada gana (Melchor, 2018: 181).
En ese mundo de prácticas sexuales indiferenciadas, el machismo y la homosexualidad masculina se entrelazan e intercambian mutuamente, sin tener, quienes las practican, una clara conciencia de su inscripción sexual. Esto ocurre tanto entre los jóvenes como entre éstos y los viejos ingenieros de la compañía petrolera que los visitan semanalmente con el objeto de tener relaciones carnales con ellos.
Y en ese contexto, el Luismi, bisexual, es como la mayoría de su banda, flaco (se le pueden contar las costillas), feo, con las mejillas cubiertas de granos y los dientes chuecos, pero los ojos claros, la nariz “de negrito” y los pelos duros y crespos (Melchor, 2018: 116). Este personaje es deseado por varios de sus amigos, principalmente por Brando, así como por la Bruja, pero a la vez detestado por su madre, ya que se droga, se emborracha, tiene relaciones sexuales con otros hombres y no se dedica a nada fuera de eso.
Resulta interesante la prosopografía del Luismi, quien tiene un origen afrodescendiente, aun cuando su cabello es rubio. Esta circunstancia despierta la admiración de sus compañeros. Probablemente, su nombre y apócope (no se sabe si realmente así se llama), además de que canta muy bien, apuntan al popular artista Luis Miguel. Es evidente que la fascinación por el color de su pelo, a pesar de las facciones que delatan su ascendencia, lo coloca en una situación socialmente superior a la de los demás, lo que responde a esa actitud frecuente en México de admirar la piel blanca, el cabello y los ojos claros.
La vida y características del resto de los habitantes del pueblo, mujeres, hombres, niños, niñas, no se diferencia mucho de las de la banda del Luismi, sus congéneres y las prostitutas. Las condiciones dominantes de pobreza, alimentadas, como se deja ver en varios momentos, por la corrupción debida a la cercanía de las compañías petroleras, se inscriben en los cuerpos de todas las personas de la comarca La Matosa, donde tiene lugar la trama.
Sólo la superstición, la hechicería y la esperanza en las cualidades curativas tanto del cuerpo como del alma que realiza la Bruja, personaje central de la historia, hacen posible, aunque de forma muy precaria, la existencia. Este personaje, que habita en las afueras del pueblo y se da por sentado que es mujer, resulta ser un travesti homosexual. Vive en una construcción vieja, totalmente deteriorada, sin ventanas, cerrada, sucia, maloliente, en la que toda clase de objetos han sido acumulados. Ella (después él) vestida siempre con la misma ropa mugrienta, oscura y el rostro tapado, alta, gruesa, con ojos negros penetrantes, camina sola por las calles del pueblo. Tal descripción resulta enigmática y a la vez repugnante. Más tarde, casi al final de la historia, el lector descubre que se trata precisamente de un hombre homosexual disfrazado de mujer que paga a los jóvenes que forman parte de la pandilla del Luismi para tener relaciones sexuales con ellos.
Además de facultades sobrenaturales, la Bruja posee un supuesto y mítico tesoro oculto en la parte superior de su casa. De ahí que los jóvenes acudan a su llamado, pues, aunado al pago que reciben por sus servicios, anhelan llegar al segundo piso y derribar la puerta que encierra el ambicionado secreto. Debido a estas circunstancias, el poder de este personaje es enorme.
La Bruja había continuado con las artes curativas aprendidas de su madre, capaces de aliviar, de preservar la salud y ahuyentar la muerte. Por ello, es solicitada para toda clase de intervenciones, no directamente sobre el cuerpo, sino por medio de pócimas, brebajes, ‘limpias’ y una serie de ‘remedios’ de esa naturaleza. Entre otras cosas, practica abortos a partir de la ingestión de filtros que prepara. Esto ocurre en el caso de Norma, quien es conducida hasta ahí por Chabela, madre del Luismi, ya que está embarazada aunque no de él), para que le proporcione un brebaje con el fin de abortar. La Bruja se resiste. Cuando finalmente le da el filtro a Chabela para que lo ingiera Norma, ésta, tras beberlo, sufre una hemorragia terrible. Por ello, es llevada a un hospital cercano y allí abandonada. La instalan en una camilla, en donde:
se aguantaba las ganas de orinar […] pegando los muslos, y apretando los dientes, y tensando los adoloridos músculos de su abdomen para contener la orina caliente que de cualquier modo terminaba por escapársele en un chorro delgadito y doloroso, y Norma cerraba los ojos de pura vergüenza, para no ver la mancha oscura que de pronto aparecía sobre su bata y empapaba la sábana de la cama (Melchor, 2018: 100).
Amarrada de las muñecas, en un mutismo absoluto, yace sobre la camilla mientras el personal del hospital espera la llegada de la policía o que confiese quién le había dado qué, dónde lo había botado, cómo se llama ella, qué edad tiene, el nombre de su novio, dónde vive. Ni siquiera emite palabra alguna cuando la trabajadora social la desnudó frente a todos los que aguardan turno en el corredor de urgencias, como tampoco “cuando el doctor calvo metió la cabeza entre sus muslos y comenzó a hurgar en aquel sexo que Norma ya no reconocía como suyo” (Melchor, 2018: 101). Y la razón por la que no lo reconoce es porque además de no sentir nada, cuando consigue:
levantar la cabeza y enfocar la mirada, se encontró con un pubis enrojecido y trasquilado que no se parecía nada al suyo, y no concebía que toda esa carne de ahí le perteneciera, toda esa piel amarillenta y erizada como el pellejo de los pollos muertos y abiertos en canal en el mercado (Melchor, 2018: 101).
Tal situación puede relacionarse con la propuesta de Julia Kristeva acerca de la ‘abyección de sí’:
Si es cierto que lo abyecto solicita y pulveriza simultáneamente al sujeto, se comprenderá que su máxima manifestación se produce cuando, cansado de sus vanas tentativas de reconocerse fuera de sí, el sujeto encuentra lo imposible en sí mismo: cuando encuentra que lo imposible es su ser mismo al descubrir que él no es otro que siendo abyecto (1989: 12).
En Temporada de huracanes, lo mismo que le ocurre a Norma le sucede al resto de los personajes, para quienes no hay posibilidad alguna de perfeccionar externa e interiormente sus cuerpos indigentes, despreciables. Aun cuando se trata de vivos, no lo parecen. A esto hay que añadir que la Bruja, además de participar de la abyección de los otros, resulta al final realmente un cuerpo muerto.
La novela completa es una denuncia de la sordidez, miseria, discriminación, corrupción, que prevalecen en muchas de las regiones de nuestro país, a partir de un trabajo con el lenguaje que recrea literariamente las formas de hablar y expresarse de esa sociedad en la que se lleva a cabo la acción, y que contrasta totalmente con los estratos sociales que figuran en las otras cuatro novelas aquí estudiadas.
Conclusiones
Como se mencionó al principio, el cuerpo se perfila como protagonista desde el título mismo de algunas de las novelas que constituyen el corpus elegido para este artículo. Las narradoras cuya obra se abordó se distancian en veintidós años en cuanto a sus fechas de nacimiento. Sin embargo, en lo referente a la creación y publicación de las novelas estudiadas transcurren sólo nueve. Todo ello conduce a una reflexión acerca de esta temática y su tratamiento literario, que suscita cuestionamientos en relación con una postura política y de agencia de estas escritoras, quienes a pesar de su diferencia de edad se encuentran involucradas en diversas alternativas de la representación corporal.
De este modo, podemos concluir que se configuran literariamente cuerpos anómalos y, por tanto, abyectos, según el planteamiento de Julia Kristeva. En todo caso, se registra la preocupación por conformar cuerpos con características muy específicas y peculiares que se van ‘materializando’, a la manera que propone Judith Butler. Encontramos varias coincidencias, aunque hay también visibles diferencias, principalmente en el abordaje de la temática, la estructuración novelística y el manejo del discurso. Los recursos propiamente literarios con los cuales las autoras estructuran sus obras coinciden en su configuración, principalmente los relativos al tiempo, la trama y el espacio, mediante trasposiciones temporales y espaciales, figuras poéticas que van entramando un discurso fragmentario, polifónico, pleno de intertextualidades diversas con la música, la pintura (écfrasis) y otras manifestaciones artísticas tanto cultas como populares, así como con registros metaficcionales, autoficcionales y puestas en abismo.
En el caso de El cuerpo en que nací, El cuerpo expuesto y Temporada de huracanes se puede percibir claramente una denuncia social de la marginación y exclusión de cuerpos que no responden a los modelos extranjerizantes impuestos en nuestra sociedad. En Rímel, por el contrario, los cuerpos son refigurados de acuerdo con tales cánones, mediante la cirugía estética y aplicaciones al rostro: pestañas postizas, rímel y maquillaje. Por tanto, más allá del aspecto específicamente literario, estas novelas apuntan a referentes reales que hablan de una sociedad injusta, no inclusiva, racista y discriminadora. En este sentido, El animal sobre la piedra se diferencia de las otras cuatro obras, ya que no hay tales referentes ni una crítica al entorno social en el que se lleva a cabo la acción, a pesar de que el cuerpo sí se constituye como el protagonista. Con ello se inscribe en esa preocupación que comparten las demás autoras desde una perspectiva política y de agencia.
Original: Prado-Garduño, Gloria y Luis Enrique Escamilla-Frías. “La escritura de los cuerpos materiales y evanescentes en novelas de escritoras mexicanas del siglo XX”. La colmena. Núm. 106, abril-junio, 2020. Pp. 45-56.
- Los conceptos ‘metaficción’ y ‘autoficción’ son propuestos y desarrollados teóricamente por Manuel Alberca y Linda El primero sostiene que “[l]a autoficción sería, pues, una novela, en la que el autor, bajo su mismo nombre propio, se introduce como narrador y/o protagonista. No obstante, autoficción no significa para su ‘inventor’ libertad de inventar la vida, sino de buscar la verdad de la vida y de la identidad a través de un relato con los recursos propios de la novela del siglo XX” (Alberca, 2012: 4). Por su parte, Linda Hutcheon propone: “[m]odern metaficction which thematizes its own fiction-making processes signals a contesting of ‘realism’ of this kind. Perhaps it even means a return to what might be considered the mainstream of a tradition of narrative freedom, for it embodies its own theories, demands to be taken on its own terms” (2013: 39).
- El término ‘puesta en abismo’ (mise en abyme) fue propuesto primeramente por André Gide en Los monederos falsos: “el procedimiento heráldico consiste en colocar, dentro del primero, un segundo en abyme [abismado, en abismo]” (Gide, 2006: 308-309). En Las palabras y las cosas, Foucault se vale de la misma estrategia para explicar la pintura Las meninas, de Velázquez: “En torno a la escena se han depositado los signos y las formas sucesivas de la representación; pero la doble relación de la representación con su modelo y con su soberano, con su autor como aquel a quien se hace la ofrenda, tal representación se interrumpe necesariamente. Jamás puede estar presente sin residuos, aunque sea en una representación que se dará a sí misma como espectáculo. En la profundidad que atraviesa la tela, forma una concavidad ficticia y la proyecta ante sí misma, no es posible que la felicidad pura de la imagen ofrezca jamás a plena luz al maestro que representa y al soberano al que se representa” (1968: 24-25). Alejandro Merlín, tomando como base El relato especular, de Lucien Dällenbach (1991, afirma: “la técnica del ‘abismamiento’ o ‘puesta en abismo’ causa un efecto ‘especular’ en la obra de arte. Nos hace pensar en una realidad autónoma del objeto artístico, tan real que incluso puede reflejar dentro de sí lo que lo rodea (Merlín, s/f).
- Incluso cuando no se cuenta con datos totalmente confirmados en relación con las intervenciones quirúrgicas de índole estética, “haciendo un promedio de los porcentajes que pueden encontrarse en diversos sitios de internet […] las mujeres de 30 a 50 años de edad son las que [en México] llevan a cabo el mayor número de cirugías cosméticas”, explica Elsa Muñiz (2015: 55). Este número decrece conforme va aumentando la edad de quienes se practican esa clase de En primer lugar, se cuentan las operaciones faciales, con 54 %, entre mujeres de 30 a 65 años de edad (Muñiz, 2015: 55), y siguen “la liposucción, la abdominoplastia y la cirugía ventral del tronco” (Muñiz, 2015: 44).
Alberca, Manuel (2012), “Umbral o la ambigüedad autobiográfica”, Círculo de Lingüística Aplicada a la Comunicación (CLAC), vol. 50, pp. 3-24, disponible en: https://webs. ucm.es/info/circulo/no50/alberca.pdf
Beltrán, Rosa (2013), El cuerpo expuesto, México, Alfaguara. Butler, Judith (2002), Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”, Buenos Aires, Paidós.
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Gide, André (2006), Les faux-monnayeurs, París, Gallimard. Giménez Gatto, Fabián (2017), “Cuerpo explícito: modulaciones de la desnudez en el arte contemporáneo”, en Elsa Muñiz y Alejandra Díaz Zepeda (comps.), Temas selectos. Los cuerpos del placer y del deseo, México, La Cifra Editorial, 89-114.
Hutcheon, Linda (2013), Narcissistic narrative. The metafictional paradox, Ontario, Wilfrid Laurier University Press.
Kristeva, Julia (1989), Poderes de la perversión, México, Siglo XXI.
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Melchor, Fernanda (2018), Temporada de huracanes, México, Penguin Random House.
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